SOLEDAD
A mi madre
Hoy visto el sudario blanco de mi mortaja.
Por las calles de la ciudad renovaré los votos con el tiempo sagrado de la Soledad. Mi antifaz y escapularios serán negros, mi rostro será el de todos los hombres y mujeres, el de todos los niños y los pájaros. Con el hábito blanco de esta tarde triste miraré desplomarse la arena en los relojes, mientras roza mi piel la última sábana que habrá de velarme los ojos.
(La blanca Soledad camina sola hasta el último puerto de la vida.)
Yo no quiero para mi cuerpo inerte el fuego devorador que convierta en polvo de cenizas aventadas mis huesos por el mundo. Ni quiero una colmena de la muerte o un columbario alzado, tan lejos de las raíces de los árboles que seguirán floreciendo cada mayo mientras cruje indeleble la gran rueda del cielo.
Yo quiero para mí la tierra humilde, el barro de la vida, los nudos rugosos de la madera.
A solas con mi túnica resonarán las paletadas en mi cabeza yerta como las largas trompetas del Día Octavo.
Y entonces abriré los ojos.
Para Ver.
ABUELO
Para Diego
Abuelo, ¡qué súbita efusión de azahares! ¡Cuántas palomas en mis ojos dorados! Pasa Cristo, crucificado a la altura exacta de los balcones, alumbrado por pálidas estalagmitas de cera nocturna, a punto de morirse en cualquier esquina de Sevilla. Y yo recorro sin descanso la ciudad hasta el río, conducido sólo por los tambores de la sangre y de la especie, bajo el cielo morado y el aire tibio de una primavera compartida.
Abuelo,
Bajo la urdimbre inmaculada del hábito que el escapulario ciñe, detrás del antifaz y de la insignia, no vamos nosotros. Nuestra sombra, proyectada en las calles silenciosas, está fuera del tiempo, y es un penitente todos los penitentes y todas las saetas una sola. En
Sabado Santo
(Con lluvia)