Antonia Díaz Fernández, La Soledad de María (Poesías religiosas, 1889).
Antonia Díaz Fernández, La Soledad de María (Poesías religiosas, 1889).
Ya del Calvario descienden
y silenciosos caminan
los que á la tumba conducen
al Cordero sin mancilla.
Tú á pasos lentos los sigues,
triste Madre dolorida,
y acerbas lágrimas corren
por tus pálidas mejillas.
No hay en la tierra esperanza,
no hay consuelo en tus desdichas,
que del sol de tu existencia
se eclipsó la luz divina;
y con triste voz murmuran
cuantos en torno te miran:
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Al pie del fatal suplicio,
en Jesús la vista fija,
silenciosa contemplaste
su prolongada agonía.
Luego exánime en tu pecho
lo estrechaste dolorida.
y hora... ¿dónde vas ahora?
Vuelve, ¡oh Madre! no lo sigas.
Tiembla asombrada la tierra,
roncos los mares se agitan,
los sepulcros se estremecen,
anubla su antorcha el día;
parece que el orbe todo
con lúgubre acento grita:
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Mas ya sus pasos detiene
la piadosa comitiva;
tú apresurada te acercas;
ansiosa, trémula miras...
Blanco sudario conducen...
¡Ay de tí, Madre afligida!
Envuelto en él va tu Hijo,
tu tesoro, tu alegría,
y ya lo espera la tumba
para ocultado á tu vista.
Inmóvil al vedo quedas,
anúblanse tus pupilas,
y los piadosos varones
dicen con voz compasiva:
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Lánguida inclinas la frente
cual azucena marchita:
No hay, ya para ti consuelo,
que losa pesada y fría
los pálidos restos cubre
de la vida de tu vida.
¡Ay! en tus convulsos labios
trémulo el acento espira;
quieres llorar, de tus lágrimas
la fuente quedó extinguida;
hiélase de horror tu sangre,
tu corazón no palpita,
yerta cual marmórea estatua
quedas al dolor rendida.
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Empero Dios te da aliento
para que firme resistas,
y hasta las heces apures
el hondo cáliz de acíbar.
Ya del sepulcro te alejas;
muda, pausada caminas,
atrás volviendo los ojos,
¡oh, qué amarga despedida!
¿Y do tus pasos diriges,
Rosa del cielo bendita?
¿Adónde irás que no sientas
de pesar el alma herida,
si ya en soledad profunda
tu amante pecho suspira?
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
Cada paso es un recuerdo
que acrecienta tu agonía;
allí el Redentor del mundo
dobló su frente divina,
y cayó al suelo, agobiado
de cansancio y de fatiga:
allí al pueblo perdonaba
que feroz le escarnecía:
allí en tus amantes ojos
clavó un momento la vista,
y piedad y amor profundo
te expresaron sus pupilas.
¡Cuántas memorias crueles
tu corazón martirizan!
No hay pena como tu pena,
¡oh dulce Virgen María!
El silencio de las tumbas
Reina en la ciudad deicida:
del sol la eclipsada antorcha
se alejó á remotos climas,
y las más negras tinieblas
suceden al triste día.
¡Oh noche, lúgubre noche
de amarguras infinitas!...
No hay voz humana que exprese
tu dolor, Madre afligida.
Corred, corred silenciosas
humildes lágrimas mías:
y vosotras, almas tiernas,
Llegad, de piedad henchidas,
y en su soledad profunda
acompañad á María.